Como todas las semanas, ahi les dejo el artículo de Luis Ortega de hoy miércoles en el Diario La Prensa, New York.
08/16/2006 Diario La Prensa, NY El asedio de la muerte Por Luis Ortega
El austríaco Rainer María Rilke nos dejó un breve y maravilloso libro titulado Los Cuadernos de Malte Laurids Brigge que comenzaba diciendo (si mi memoria no me traiciona) que “la muerte del Chambelán residía a la sazón en…” y señalaba una ciudad. Es decir, la muerte como algo corpóreo, algo que toma residencia en alguna parte y nos espera. Es una cita que no podemos eludir. Y esto me ha venido a la mente, al imaginar, desde lejos, el espectáculo de Fidel Castro , ya octogenario, como el Chambelán, esperando, en un barrio de La Habana, el encuentro con la visitante inevitable. Sobre la ciudad arruinada por la revolución se cierne una paz increíble. Las gentes hablan en voz baja de la muerte, con temor. Es como si fuera un pecado, o un delito hablar contra la revolución. Agentes de la policía del régimen recorren la ciudad, en grupos de cinco o seis, mirando en todos los rincones, sin darse cuenta que esta vez el enemigo es inapresable. Quizás Fidel, recluido en las habitaciones del hospital, cercado por la seguridad del estado, espera que sus esbirros puedan detener a la Implacable. No se puede. Ni él, ni yo, ni nadie se puede salvar del asedio. No será ahora, no será mañana, pero la muerte nos espera. No es su culpa, no es la mía, no es la de nadie. Las gentes del pueblo, aterradas, ponen crucifijos para que la muerte pase de largo. Pero no importa. Ya está ahí, esperando. El Comandante, como yo, como muchos, ha vivido demasiado.
Desde el aeropuerto llega corriendo el presidente de Venezuela para ver a su socio, tal vez para salvarlo, para protegerlo. Inútil. El loco de Caracas tiene petróleo, tiene millones, pero no podrá hacer nada, salvo el deseo de ayudar a su amigo. Fidel tiene ya muchos años, ha dejado muchos muertos por el largo camino de 47 años. Podrá lograr un descanso, tal vez un aplazamiento, pero nada más. La muerte esta allí.
Más allá, en los barrios de la capital, tal vez hasta en la Quinta Avenida, y en Guanabacoa, y en Bauta, las gentes se encierran en sus casas y no dicen nada. Los guardias están al acecho para ver quienes le desean mal al Comandante. Tal vez una vieja tira un cubo de agua desde un balcón. Los curas de las iglesias suenan las campanas y dan misas. Tienen miedo de que los fieles de Fidel piensen que ellos, los curas, están rezando para hacerle daño al Comandante. Eso no lo puede tolerar el gobierno. Algunos policías se meten en las iglesias para vigilar a los sacerdotes. Algunas funerarias han pospuesto los enterramientos de las gentes del pueblo porque temen que la policía podría interpretar los funerales como un secreto anhelo de los asistentes. Se le prohibe a los niños de las escuelas que hablen de la muerte, porque suelen ser imprudentes y podrían revelar los secretos del hogar. Los carnavales han sido suspendidos porque podría parecer que las gentes se divierten para festejar la muerte del amo. Todas las ciudades del país están enlutadas. Es un luto invisible. Un luto que se respira en el aire. La idea de que Fidel ya se recupera, que pronto volverá, se va difundiendo entre las gentes poco a poco. No importa que muchos no crean y se sumerjan en el silencio. Pero otros aprietan los labios para que no se les escape una sonrisa que los delate. Otros hay que sufren pensando en lo que van a perder si el amo se va.
Este país silencioso, largo como un caimán, parece como suspendido en el aire esperando las cosas misteriosas que podrían ocurrir si el Comandante se va y los deja abandonados. Son tantos años del Comandante hablando a toda hora y prometiendo tantas cosas maravillosas que nadie se resigna a que todo cambie de pronto y el pueblo se quede huérfano.
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Como todas las semanas, ahi les dejo el artículo de Luis Ortega de hoy miércoles en el Diario La Prensa, New York.
08/16/2006
Diario La Prensa, NY
El asedio de la muerte
Por Luis Ortega
El austríaco Rainer María Rilke nos dejó un breve y maravilloso libro titulado Los Cuadernos de Malte Laurids Brigge que comenzaba diciendo (si mi memoria no me traiciona) que “la muerte del Chambelán residía a la sazón en…” y señalaba una ciudad. Es decir, la muerte como algo corpóreo, algo que toma residencia en alguna parte y nos espera. Es una cita que no podemos eludir. Y esto me ha venido a la mente, al imaginar, desde lejos, el espectáculo de Fidel Castro , ya octogenario, como el Chambelán, esperando, en un barrio de La Habana, el encuentro con la visitante inevitable.
Sobre la ciudad arruinada por la revolución se cierne una paz increíble. Las gentes hablan en voz baja de la muerte, con temor. Es como si fuera un pecado, o un delito hablar contra la revolución. Agentes de la policía del régimen recorren la ciudad, en grupos de cinco o seis, mirando en todos los rincones, sin darse cuenta que esta vez el enemigo es inapresable. Quizás Fidel, recluido en las habitaciones del hospital, cercado por la seguridad del estado, espera que sus esbirros puedan detener a la Implacable. No se puede. Ni él, ni yo, ni nadie se puede salvar del asedio. No será ahora, no será mañana, pero la muerte nos espera. No es su culpa, no es la mía, no es la de nadie. Las gentes del pueblo, aterradas, ponen crucifijos para que la muerte pase de largo. Pero no importa. Ya está ahí, esperando. El Comandante, como yo, como muchos, ha vivido demasiado.
Desde el aeropuerto llega corriendo el presidente de Venezuela para ver a su socio, tal vez para salvarlo, para protegerlo. Inútil. El loco de Caracas tiene petróleo, tiene millones, pero no podrá hacer nada, salvo el deseo de ayudar a su amigo. Fidel tiene ya muchos años, ha dejado muchos muertos por el largo camino de 47 años. Podrá lograr un descanso, tal vez un aplazamiento, pero nada más. La muerte esta allí.
Más allá, en los barrios de la capital, tal vez hasta en la Quinta Avenida, y en Guanabacoa, y en Bauta, las gentes se encierran en sus casas y no dicen nada. Los guardias están al acecho para ver quienes le desean mal al Comandante. Tal vez una vieja tira un cubo de agua desde un balcón. Los curas de las iglesias suenan las campanas y dan misas. Tienen miedo de que los fieles de Fidel piensen que ellos, los curas, están rezando para hacerle daño al Comandante. Eso no lo puede tolerar el gobierno. Algunos policías se meten en las iglesias para vigilar a los sacerdotes. Algunas funerarias han pospuesto los enterramientos de las gentes del pueblo porque temen que la policía podría interpretar los funerales como un secreto anhelo de los asistentes. Se le prohibe a los niños de las escuelas que hablen de la muerte, porque suelen ser imprudentes y podrían revelar los secretos del hogar. Los carnavales han sido suspendidos porque podría parecer que las gentes se divierten para festejar la muerte del amo. Todas las ciudades del país están enlutadas. Es un luto invisible. Un luto que se respira en el aire. La idea de que Fidel ya se recupera, que pronto volverá, se va difundiendo entre las gentes poco a poco. No importa que muchos no crean y se sumerjan en el silencio. Pero otros aprietan los labios para que no se les escape una sonrisa que los delate. Otros hay que sufren pensando en lo que van a perder si el amo se va.
Este país silencioso, largo como un caimán, parece como suspendido en el aire esperando las cosas misteriosas que podrían ocurrir si el Comandante se va y los deja abandonados. Son tantos años del Comandante hablando a toda hora y prometiendo tantas cosas maravillosas que nadie se resigna a que todo cambie de pronto y el pueblo se quede huérfano.
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